Siempre a la hora de ir a dormir, una voz subrepticia, y tras ella, apurados golpecitos en la pared de papelillo, me llamaban. Entonces, tras aquella voz y con ojos de sueño, acudía a donde ella aguardaba.
Eran las piernas, los muslos, de quien los años nunca supe, que pedían ser acariciados debajo de la noche y la cobija. Aquella niña de perfume silvestre, de caderas revoltosas donde empezaban y terminaban mis suspiros, jamás podré olvidar.©