11 de junio de 2016

AMELIA

Google

       Que yo recuerde fue mi madre quien, días antes, nos informó que asistiría con la alimentación a la nueva vecina que vivía en el apartamento contiguo al de nosotros. Se llamaba Amelia, a quien muchas veces, me correspondió llevarle el almuerzo por varias semanas. Por esa razón, siempre me agradeció aquella gentileza con una puntual sonrisa. Pero, una noche, un inusual anuncio de mi madre inundó mis sentidos: Amelia se quedaría con nosotros porque no tenía a dónde ir, a pesar  de repetir una y otra vez que se le caía la cara de vergüenza por la molestia que nos causaba. Pero como para mi madre no existe impedimento alguno a la hora de hacerle un favor al prójimo, le insistió que se quedara así no hubiera suficiente espacio. Y era verdad, no había un sitio para ella y ante la estrechez de mi cama, Amelia fue quien sugirió que durmiéramos en el piso. Idea que a mis quince años de edad, era una novedad que alentaría mis fantasías. 

        Y así fue. A tientas empezó todo en medio del calor que ocupó todos los espacios posibles de nuestra primera noche… porque como alguien dijo, si alguien sabe del amor son las manos. Primero fueron los dedos que se agazaparon debajo de las cobijas hasta situarse por debajo de la vestidura protectora de su blanca piel. En efecto, mi primera vez que comenzó con un juego de manos adentrándose en las ardorosas arenas del mar. 

       ¿Qué por qué tuvo que pasar la noche en mi casa? Era muy tarde en la noche, cuando alguien llamó con insistencia a nuestra puerta. Mi madre, acostumbrada a hacerle caso a su secreto sentido para presentir las malas noticias, dijo, ¿Carajo, y ahora quién será a estas horas? ¡Doña Cielo, por favor, ábrame. Doña Cielo…! ¿Pero, qué es ese escándalo a estas horas, por Dios? Ya voy. Y allí estaba ella, sosteniendo una maleta. Doña Cielo, qué pena molestarla a esta hora, pero necesito un favor suyo. Lo siento, mucho. Pero, muchacha, ¿usted por qué está llorando, qué le pasó? Venga, entre y dígame en qué le puedo ayudar. Eso fue lo que alcancé a escucharle decir a mi madre cuando yo escuchaba El ritual de los hilos de Arnedo. 

       Convencido de que no me escuchaban desde la otra cama, mi madre y su marido, le fui hablando al oído, mientras mi mano le tocaba los senos hasta convertirse en una caricia que hacía que su respiración retrocediera entrecortada. De cuando en cuando la tos maliciosa de mi madre, interrumpía aquel cortejo inicial. Mi mano, estando ella tendida a mi lado, volvía a reanudar aquel movimiento que se iba intensificando hasta condescender totalmente su cuerpo. 

      Ahora cuénteme qué le hizo ese malnacido, le dijo con severidad la voz de mi madre a la recién llegada. Doña Cielo, como ya se cansó de mantenerme, se despidió por un motivo mayor, golpearme hasta que decidí defenderme. Por eso, vecina, vengo a pedirle el favor de tenerme aquí mi equipaje, pues pienso volver a Lérida. ¿Y dónde se quedará esta noche? Que no vaya a ser que ese tipo regrese a pedirle perdón como las otras veces. No doña Cielo, ese tipo ya me perdió, créame, usted. Siendo así, pues sí. Yo le ofreciera quedarse aquí por el tiempo que considere necesario, pero no tenemos mucho espacio. Lo único sería la poltrona. Qué pena vecina, créame que me da pena causarle molestias; de pronto, se enoja su marido. Vamos, hija, por él, no se incomode. La generosidad es pan para un después. Qué cosas dice usted, doña Cielo. 

     Así llegó temprana a mi lado la voluptuosidad. Sólo me dejé llevar henchido de curiosidad sobre las cálidas baldosas de mi cuarto, sabiendo del amor sus orgasmos, sus agonías y, sobre todo, cuando es nuestro cómplice en medio de una emboscada silenciosa de besos y abrazos. Pero la disimulada tos de mi madre, volvía romper las babeantes sílabas del insomnio. 

     Ahora que hago de historiador mirando hacia atrás, tengo que evocar a Amelia, porque un día sus cicatrices y mis besos se encontraron silenciosos siendo el repicar de un temblor y una queja. Hoy la recuerdo. Los momentos que pasamos juntos fueron imprescindibles bajo la ventisca enceguecedora de esta parte del Caribe. Ella se marchó en el momento preciso en que la obsesión y el rencor vinieron juntos queriéndole dar alcance cuando iba tomaba por la mano del adiós.©Guillermo Castillo.

Visitas del mes pasado a la página

Translate

Traductor
English French German Spain Italian Dutch Russian Portuguese Japanese Korean Arabic Chinese Simplified
Quiero esto en mi Blog!

***

Especial: La novela en mil textos

Homenaje a Georges Méliés

Colegio Académico de Buga

Antología de minicuentos contundentes

ESCARABAJO

Revista Antología de amor y desamor: dos textos míos

Revista Salvo el crepúsculo: microrrelatos de mi autoría.

Secretos del cuentista

¿El último adiós?

El selfie del infierno

El corto de terror más corto

El parricida cortometraje